Protección extrema en la vida real, descuido absoluto en el mundo digital
Vivimos en una época donde el peligro se sofisticó. Ya no es la sombra que acechaba en una esquina oscura ni el desconocido que ofrecía dulces en la plaza. Hoy, el riesgo está en la pantalla que tenemos en la mano, en la foto que compartimos sin pensar, en la publicación que se queda para siempre en internet. Lo irónico es que, mientras padres de todo el mundo enseñan a sus hijos a no hablar con extraños, a no aceptar nada de desconocidos y a no dar su información personal, son esos mismos padres quienes entregan cada detalle de la vida de sus hijos en redes sociales. Lo hacen con amor, pero con absoluta inconsciencia.
Es la contradicción perfecta. Se instala un GPS en la mochila, se revisa cada cruce de calle, se ponen cámaras en la pieza para dormir tranquilos, pero se sube la foto del colegio con nombre y logo visible, el horario de salida y hasta el itinerario de vacaciones. Es un cuidado obsesivo en la vida real y un descuido absoluto en el mundo digital.
A esa práctica se le llamó sharenting: padres que comparten sin filtro la vida de sus hijos. Y aunque parezca inofensivo, las cifras son brutales. En Chile, siete de cada diez padres publican imágenes de sus hijos sin restricciones de privacidad. El setenta y cinco por ciento de esos niños puede ser identificado por edad, ubicación y rutinas diarias solo a partir de lo que sus familias comparten. Y las proyecciones internacionales no son alentadoras: hacia el 2030, más del sesenta por ciento de los casos de robo de identidad estarán ligados al sharenting. La huella digital que un niño no eligió se convertirá en el insumo perfecto para delitos futuros.
Los riesgos ya no son hipotéticos. Grooming, deepfakes, suplantación de identidad, extorsión. Basta con una foto mal configurada para que alguien con malas intenciones la utilice como herramienta. Y cuando hablamos de familias de jueces, fiscales o funcionarios, el panorama se agrava: la PDI reportó que casi el cuarenta por ciento de las extorsiones digitales en Chile ha afectado directamente a ellos. Un simple perfil abierto en Instagram revela más de lo que se imagina: dónde estudian los hijos, qué lugares frecuentan, en qué horarios se mueven. La seguridad personal —y en algunos casos la seguridad nacional— se termina jugando en redes sociales.
El niño no puede defenderse de esto. No tiene voz, no ha dado su consentimiento, no entiende lo que significa una identidad digital y, sin embargo, ya tiene una construida por sus padres. La paradoja jurídica es evidente: los adultos están amparados por leyes de protección de datos y privacidad, mientras que los menores, mucho más vulnerables, quedan a merced de la inconsciencia ajena. Francia avanzó con leyes específicas y Estados Unidos tiene hace años la COPPA para limitar la recolección de datos infantiles. Chile, en cambio, sigue sin regular la identidad digital infantil.
Lo más preocupante es que lo que hoy parece un recuerdo inocente —una foto del primer día de clases, una celebración de cumpleaños, un viaje familiar— mañana puede ser la pieza exacta que necesita un delincuente para cometer un fraude, fabricar un deepfake o engañar a un niño. Lo que hoy se ve como amor, mañana puede ser un arma.
La pregunta entonces es simple y brutal: si protegemos a nuestros hijos en la vida real con tanto celo, ¿por qué seguimos exponiéndolos en el mundo digital con tanta liviandad?
La respuesta no puede quedar en la voluntad de cada padre o madre. La identidad digital de un niño debe ser un derecho protegido, inalienable, irrenunciable. No podemos esperar a que crezcan para que descubran que ya no controlan su imagen, porque otros decidieron por ellos.
Las redes sociales no son un álbum familiar. La imagen de un hijo no es un accesorio. La protección de los niños, niñas y adolescentes debe alcanzar también lo digital. Porque la ignorancia, en esta era, ya no es inocua: es el peor enemigo de la seguridad.