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Alienación parental:

qué es, qué no es y cómo actuar sin dañar a tu hijo.

Antes de acusar, ordenemos las ideas. Te explico —en simple y con criterio— cuándo podría haber interferencia real, cuándo no corresponde hablar de alienación y qué estándar responsable debe seguir un abogado.


En familia, los rótulos suelen confundir. "Alienación parental" (AP) puede describir conductas que interfieren el vínculo del niño con uno de sus progenitores; no es un diagnóstico médico. El llamado "síndrome de alienación parental" (SAP) pretendió ser un trastorno clínico y hoy no cuenta con respaldo científico serio. La conclusión práctica es sencilla: mirar hechos y dinámica relacional, no patologizar.


Cuando hablamos de AP en tribunales, hablamos de hechos observables: incumplimientos sistemáticos del régimen de contacto, descalificaciones frente al niño, ocultamiento de información escolar o de salud, o mensajes que instalan miedo o rechazo sin anclaje en experiencias propias del niño. La pregunta correcta nunca es “¿hay SAP?”, sino si existe un patrón probado de conductas que explique el rechazo del niño.


Hay situaciones en que sí podríamos estar ante interferencia grave. Preocupan, si se prueban con cronología y corroboración, los bloqueos reiterados de visitas o comunicaciones, el hablar mal del otro progenitor delante del niño como práctica habitual, la negativa a entregar información relevante de salud o del colegio y la instalación de miedo o rechazo sin hechos objetivos previos. La clave es siempre la misma: patrón más efecto en el niño; no basta el mal clima general.


También hay escenarios en los que no corresponde hablar de "alienación". No todo rechazo es manipulación; a veces el alejamiento se explica por experiencias de violencia, control o miedo, o por conflictos severos aún no trabajados. En esas circunstancias la prioridad es proteger y reparar primero; recién después se ordena el contacto. Forzar una etiqueta para saltarse la evaluación del riesgo solo agrava el daño.


En Chile, la "alienación parental" no es una figura legal autónoma. Lo que sí existe es la posibilidad de encauzar conductas concretas —por ejemplo, la obstaculización del vínculo— con las herramientas ya disponibles y siempre bajo dos ejes: interés superior del niño y derecho a ser oído. Dicho en simple, los tribunales esperan hechos, cronología y coherencia; no consignas.


Si eres madre o padre, lo más útil es llevar un diario de hechos, no de opiniones: anota fechas de visitas, avisos, mensajes relevantes y contactos con el colegio y salud. Cuida el tono en todo momento: evita discusiones frente al niño y no descalifiques al otro progenitor; eso te protege a ti y protege al NNA. Cumple lo acordado u ordenado con consistencia —llegar a la hora, avisar cambios, informar rutinas— porque el cumplimiento sostenido es tu mejor blindaje. Escucha al niño sin interrogar; ofrécele espacios seguros para hablar sin inducir respuestas. Y si sospechas violencia, la seguridad va primero: busca orientación y medidas de protección; después se reevalúa el contacto.


Del lado profesional, la sensatez del abogado se nota en el lenguaje y en el orden del análisis. No se escribe "padece SAP"; se formulan hipótesis fácticas: qué conductas, qué efectos en el vínculo y por qué importan jurídicamente. Si hay indicios de violencia intrafamiliar, eso se investiga primero y no se desestima con un rótulo. La prueba debe mostrar causalidad —patrón más efecto— porque sin eso no hay caso serio. Y los peritajes se piden con encargo claro: evaluar dinámica familiar y riesgos, escuchar al NNA y evitar revictimizar, sin transformar al niño en objeto de diagnóstico polémico.


Mi regla, sin gritos y con criterio, es esta: hechos verificables primero; etiquetas, nunca. La AP solo sirve como hipótesis que se confirma —o se descarta— con evidencia; el SAP no es herramienta válida. Cuando bajamos el volumen al rótulo y subimos el estándar probatorio, el foco vuelve donde debe: el niño.

Al final, todo esto va de humanidad básica: en medio de un mundo adulto exigente, intenso y competitivo, los niños, niñas y adolescentes observan y aprenden de cada gesto nuestro. Por eso, como madre, padre y profesional, nos toca ser ese adulto con el que nos habría gustado tratar: el que elige hechos antes que etiquetas, cuidado antes que ganar una discusión, seguridad antes que prisa. El que baja el tono, ordena la casa emocional y pone a salvo a quien no tiene cómo defenderse. Litigar bien —con prudencia, pruebas y respeto— también educa: enseña que se puede disentir sin dañar, que el vínculo del niño no es moneda de cambio y que la verdad vale más que cualquier eslogan. Si hacemos lo correcto, el resultado no es un triunfo para uno u otro progenitor; es un niño que puede dormir tranquilo porque sus adultos actuaron con criterio y dignidad.

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